Gruta de San Pedro, Sorata

Entrar a esa cueva era como estar dentro de un útero, pensé bajo los efectos de la galleta que había comido con mi hermano. Estábamos en Sorata para conocer a una tía, hija de la hermana de mi abuela materna que se fue de Bolivia a los 30 años y nunca más volvió pero mantuvo una relación epistolar por el resto de la vida con su hermana. Se contaban de los hijos, las vidas, problemas y estaban al tanto de la vida de la otra. Una vez las leí, estaban todas en una gran bolsa. Luego se extraviaron y nunca volvieron a aparecer. Intenté rastrear la otra parte, las que había escrito mi abuela nacida seguramente en un momento de implorar con el nombre de Clemencia, a su hermana que vino al mundo en un tiempo más propicio con el nombre de Victoria. Tampoco tuve suerte, no pude encontrar ninguna de sus cartas. Siempre me he preguntado por qué la gente se deshace de esos tesoros invaluables, pero eso ya es materia de otro texto. Ahora quiero hablar de Sorata, el lugar donde si saberlo comenzaba a gestarse la historia de Nayra. Caminábamos sin rumbo con mi hermano, yo muy conectada en ese viaje a mi abuela. En el camino a la gruta, el gran atractivo turístico del pueblo, encontramos a un grupo de mochileros de distintas nacionalidades y seguimos el resto el trayecto juntos. Figuraban dos italianos, uno de ellos era Michele, quien balbuceaba dos o tres palabras de español. Pero aún no habíamos hablado cuando ingresamos a esa cueva que se parecía a las de la prehistoria, con una laguna interior, que según la mitología llegaba al lago Titicaca. Tuve una visión: me vi pariendo en la gruta en cuclillas. Y ahora, varios años después, mientras Michele duerme en el sillón, y nos preparamos para recibir a nuestra hija, lo recuerdo.

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